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Esta es la realidad de los refugiados

Asistimos con horror y en directo a la guerra en Ucrania. Las imágenes de los bombardeos, del huir de los refugiados, la desolación y la muerte son el pan de cada día en los noticiarios… Sin embargo, decenas de guerras igual de feroces y en muchos casos con un número mayor de pérdidas de vidas civiles ocurren lejos de los medios de comunicación.

Uno de estos casos es Mozambique, concretamente la provincia de Cabo Delgado, donde la violencia integrista sigue asolando buena parte de la provincia. De acuerdo con ACNUR el número de refugiados que han huido de la violencia de Al Shabab, el nombre con el que se conoce el grupo integrista atacante, es de 783.000 personas. Otras organizaciones hablan de cifras cercanas al millón de refugiados.

Los terroristas dejan un rastro de horror: cuerpos desmembrados, bebés aplastados, jóvenes, mujeres y hombres raptados… Los que consiguen huir lo hacen en condiciones terribles. Semanas huyendo a través de la selva, sin medios de transporte, sin alimentos. Por el camino van quedando los más vulnerables: niños, ancianos. Cuando, por fin llegan a lugares seguros, cansados, hambrientos y sin recursos, no encuentran un entorno amigable y alivio para su desesperada necesidad. La mayoría son cargados en camiones y transportados a alguno de los campos de refugiados en las provincias de Cabo Delgado y Nampula. Las condiciones de vida de los campos son profundamente carentes.

Hace unas semanas visitamos uno de los campos de refugiados en el distrito de Metuge, el campo de Nicavaco, a unos 40 km de la ciudad de Pemba. En el momento de nuestra visita habían 4.331 familias censadas, es decir, alrededor de 20.000 personas. Días después visitamos el centro de Mapupulo en el distrito de Montepuez, con 4.240 familias registradas.
Tuvimos un encuentro con el jefe del campo de Nicavaco, Ansa Manuel. Hacía semanas que no recibían alimentos, de los 9 pozos con sistema de bombeo manual, 7 estaban inservibles. Vimos tres instalaciones solares de bombeo de agua, sólo una estaba operativa.

Visitamos el campo. Durante la visita, una historia que se repite muchas veces cada día: un cortejo fúnebre transportando un cuerpo envuelto en un lienzo, para ser enterrado. Hablamos con varias familias refugiadas y entrevistamos a varias personas. La mayoría sólo hablan makúa o makonde. Oímos de sufrimientos inimaginables: hijos degollados por los terroristas, delante de sus madres, con la amenaza de que eso sucedería a cualquiera que intentara huir; huidas por la floresta, semanas sin alimentos, teniendo que abandonar en muchos casos a los que no aguantaban.

Con ayuda del jefe del campo hicimos un listado de las familias más vulnerables: huérfanos, viudas, limitados físicos, enfermos, ancianos, etc. Seleccionamos 150 familias. En pocos días hicimos una compra de productos básicos: arroz, alubias, aceite, jabón, azúcar y sal, y que se distribuyó según lo previsto. También conseguimos reparar la instalación de una de las torres solares de bombeo. Poco para tanta necesidad, apenas una gota en medio de un océano.

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